Soy melómano, nací así, que se le va a hacer, pero no soy el único. La música está en la sangre ancestral que heredamos los «Tuyaré». Mi abuelo fue pianista, violinista, contrabajista, baterista y no sé qué más. A los 9 años leía partituras algo que nunca pude hacer, tampoco me he puesto con eso, siempre me bastó el oído. Mi padre fue guitarrista, de esos que puntean. Sacaba todas las canciones punteando su vieja y querida «Fonseca»1 . Además, cantó 42 años en el coro estable municipal que dirigía el maestro Vulliez, ya vendrá esa historia aunque ya está escrita en «Tojoral». Mi tío y padrino fue clarinetista de la banda de la policía de Colón que alguna vez existió, allá lejos y hace tiempo.
A veces me pregunto sobre mi melomanía ¿será defecto? ¿será virtud? ¿será un TOC (Trastorno Obsesivo-Compulsivo) para psiquiatra? En cualquier caso adoro ser melómano, es como un vicio, una dulce adicción sin cura aparente. Amo escuchar música gran parte del día, pero lo peor es que mezclo y escucho todo lo que existe y existió en el mundo de los pentagramas. Sin ir más lejos, en este momento en que estoy escribiendo sobre folklore nacional, suena una chanson -en francés- de Isabelle Bullay (canadiense).
Mi colección es extensa por no decir inmensa. Llegué a tener más de 100 cassettes, muchos aún conservo. Hasta tengo el album blanco de The Beatles original, de 1969 y Led Zeppelin II y III, por ejemplo. Tengo una valija de cuero de carpincho con 400 CDs y DVDs tanto de audio como de MP3. Ya no me entra más nada allí por lo que, desde hace un tiempo, utilizo las torres de plástico donde vienen los soportes de grabación vírgenes. También tengo discos externos de distintos tamaños repletos de música. Alguna vez saqué la cuenta que podría estar el resto de mi vida escuchando canciones sin repetir ninguna; eso es decir demasiado.