En una calle de Monitoria, Tecnocracia Central, se encontraron el Maestro y el discípulo. Dijo este último:
—Estoy deprimido.
—¿Por?
—El editor me rebotó Ruido de megatones en la terraza, mi última novela. Así pues si usted me disculpa, Maestro, voy a poner un disquito para levantarme el ánimo.
No bien pronunció estas palabras, Coquito introdujo una diminuta placa discográfica de cuatro centímetros en la punta de su bastón de fresno. El mencionado poseía en su vértice más grueso una púa y un diminuto pick up, ambos cubiertos por una cúpula de plástico protector. Lo interesante del invento era que emitía en bandas inaudibles para el oído común. Como funcionaba a nivel subliminal, actuando sobre el inconsciente, su efecto resultaba devastador. Era necesario ser ocultista como ellos para percatarse.
Del aparato salió una voz imposible, chillona, grotesca:
“Tú eres el mejor
yate publicarán
ya vendrá la buena
tu eres el geniaaal..”
—Bien, basta. Suficiente. Ánimo levantado— dijo Coquito y apagó el aparato. El otro, Maestro de alta jerarquía, podía escuchar lo que para las personas comunes estaba vedado. Sonrió ante el invento de su discípulo. Ambos pertenecían a una Sociedad Esotérica de sólo tres miembros, a la cual habían puesto el nombre megalómano de Sociedad de los Setenta Guerreros. Es probable que tal denominación tuviese fines invocatorios. Según decían, quizá en esa forma lograsen aumentar su reducido número. Eran tres, como se dijo: Coco el Maestro, Coquito el discípulo, y una tercer persona nebulosa e inaccesible -a quien sólo el Maestro podía visitar- llamada Super Coco, o Super a secas. Estaban enemistados con otra Sociedad de ocultistas denominada El Círculo Caucasiano de las Treinta y Tres Tizas. Este sí que era una agrupación poderosa: una multitud de cuatro, por lo menos. Se combatían día y noche con una industria digna de mejor causa. No les quedaba tiempo -tanto a unos como a otros- más que para sus luchas. Así pues, por lo general, las sociedades Esotéricas sólo sirven para combatir entre sí.