Este cuento es un rescate literario de una publicación histórica de la revista «Acción«1 de septiembre de 1987. La revista llegaba a mis manos con los resúmenes de cuenta del «Banco Institucional Cooperativo» 2 que llegaban a la fábrica donde trabajaba como administrativo [leer introducción de este artículo]. Dado su excelente contenido cultural fue fácil hacerme coleccionista de recortes y de números enteros.

El cuento que presento fue mi primer contacto con la literatura de Orlando Barone a quién, años más tarde, lo vería en vivo, en la pantalla de la TV Pública, cuando formó parte del panel de periodistas del programa «6, 7, 8».
Desde aquellos primeros programas y hasta el 2011, Orlando supo publicar sus escritos en un blog personal que aún existe y allí pueden leerlo más profusamente y disfrutar de su apasionada pluma periodística y política que admiré y admiraré siempre.
Los Ahogados – Especial para la revista Acción
La mujer tendría treinta y tantos años. O más quizás, teniendo en cuenta que el tono bronceado de su piel, su cuerpo deportivo y delgado metido en un buzo, y el pelo rubio, revuelto, la rejuvenecían. Por lo menos antes los ojos del pescador solitario que, sin querer, la había descubierto cuando ella caminaba entre los peñascos.Era un atardecer de otoño en Punta del Diablo, ese pueblito uruguayo que parece sacado de Moby Dick y donde sólo es posible encontrar hombres toscos, barquitos destartalados que al alba se hacen al mar, tiburones vaciados y secándose en largas filas al sol, y una taberna miserable llena de olor a tabaco. Hay allí un cementerio increíble con diez o doce cruces desorientadas semihundidas en un arenal sin fronteras ni ninguna entrada ni salida. Se siente la impresión de que allí no se muere nadie aunque se sabe que son menos los que se entierran, que los que se ahogan y pierden para siempre en el mar. La muchacha -ahora podemos decir la muchacha, desde la visión de aquel hombre duro y fatalmente solitario- vacilaba cada tanto entre los pequeños obstáculos de piedra.
Al rato pudo lograr su objetivo: pararse en la roca más alta desde donde se alcanzaba a dominar todo el mar. Mientras ella, levemente temblorosa por el viento o la soledad o, quién sabe qué sentimientos profundos que la acosaban, miraba como encantada hacia lo infinito, el hombre la miraba a ella arrebatado.
A lo lejos, entonces, se oyó el motor del auto que ella había contratado en Rocha, que se volvía con el chofer.
En el pueblo nadie parecía darse cuenta de nada; los rumores del paisaje sepultaban los pequeños rumores de una bomba de agua o de una voz entre las casas sin destino aparente. La muchacha y el pescador seguían en la playa, apenas separados por un trecho de arena húmeda. Ninguno de los dos se había visto nunca; aunque ahora el pescador era el único de los dos que había visto al otro.
Acaso para la sencilla preocupación de aquel hombre esa mujer, esa tarde había ido allí por extravagancia, sin saber dónde iba. Sin embargo, la manera en que ella se inclinaba en la roca, sin interés por el pueblito ni por ninguna otra cosa fuera del mar, revelaban una actitud decidida, una elección meditada, no empujada por el azar o por un acto irreflexivo.
El hombre antes de eso había tomado vino. El vino dentro de él se movía como el agua que él veía agitarse dentro suyo. Por culpa de la intrusa, de esa presencia conmovedora y confusa, el vino empieza a inquietarlo. Ve imágenes alteradas: las de una mujer desnuda entrando y saliendo del mar; un tiburón arponeado en el corazón, desangrándose; una gaviota sobre una almeja, picoteándola. En cada una de esas imágenes hay curvas, hay algo rojo o húmedo, hay movimientos eróticos. Aunque el hombre no sabe interpretar esos signos y jamás se le hubiera ocurrido esa palabra –eróticos– siente que esa circunstancia es un privilegio y quiere asumirla. Se toca instintivamente la nuca como si se acariciara con un cuchillo.
Tiene calor, a pesar de que está casi desnudo y el viento es frío. En la playa no hay nadie. Los barquitos de pesca duermen en la arena como si los hubieran abandonado hace mucho y hubieran de estar así eternamente. Las casuchas, apenas iluminadas por un pabilo o una lámpara de querosén, se pierden semienterradas en los médanos. Las sombras entre las dunas hacen que todo parezca mar.
La luna surge como un ojo de pescado obsesivo y lleno de una luz muerta, una luz alimentada por restos de cosas hundidas e irrevocables y ahogadas.
La mujer, ágil y decidida se saca el buzo; no tiene puesto nada debajo. A cincuenta metros el otro cuerpo se sacude instintivamente; jamás sintió lo que ahora sentía con una lucidez saturada de perversión y de incontrolables vaharadas de algo sucio o limpio, quién sabe.
En el hombre la tentación de saltar los cincuenta metros y atraerla hacia sí, cede paso a un pensamiento estratégico y paciente. Intuye que la muchacha ha ido hacia allí a olvidar algo. A despojarse de alguna imagen de amor, a borrar a un hombre. Cree recordarla una domingo anterior acompañada de un muchacho rubio con su tabla de velas. Los recuerda besándose; los ve una y otra vez desde el barco mientras se hace a la mar y prepara sus redes. La escena se disipa en un remolino de ideas turbias que achaca al vino. La mujer se agita, alterada. No sabe cómo ni por qué: presiente una desproporción entre lo que él espera y la realidad. Han pasado pocos minutos y acaba de sacarse el cuchillo de la cintura. El tacto en la empuñadura lo inquieta. O lo excita. Ve el hermoso pecho de la muchacha lleno de luz blanca y se acuerda de aquel gran pez al que nunca pudo atrapar aunque se colgaba de sus anzuelos. Clava el cuchillo en la arena y siente que se desprende de un mal con alivio.
En ese momento oye el ruido de un cuerpo arrojándose al mar. No tiene tiempo de pensar nada; ve a la muchacha nadar y alejarse y ve que su estilo es suave, como de alga.
Absorbido por su propia inocencia resume su perpleja visión lleno de esperanza: piensa que la muchacha nadará y volverá antes de cruzar la rompiente. El se le acercará entonces, se le acercará, eso piensa ya olvidado del arma que ha clavado en al arena. Ya olvidado de todo.
Se agarra con los pies en un médano. Está en una posición de animal hechizado por una presa. Pero lo que distingue en la oscuridad lo sacude y conmueve: la ve alejarse hasta hacerse chiquita que parece perderse. Donde ella se pierde los tiburones podrían encontrarla.
Tiene miedo de eso, de que ella no vuelva: aunque tal vez ella ya sabe lo que hace. Es rubia. Y está triste.
Todo se esfuma ahora, se complica como si alguien enturbiara el paisaje agitándolo con una mano. El pescador ha decidido tirarse al agua y seguirla. Nada. Sus brazadas son fuertes y profundas y desprolijas, no obstante cree que llegaría a cualquier parte si se lo propone. Ha nacido en el mar. Sin darse cuenta nada y nada hasta convertirse él también en un puntito indescifrable desde la orilla. Son dos puntos colocados tangencialmente en el borde del paisaje lejano. En la playa hay una escena vacía iluminada tenuemente por los faros de un auto. A la escena se incorporan el cuchillo del pescador en la arena; y más allá la ropa de la muchacha ya lamida por la creciente.
El enamorado que acaba de bajarse del auto corre en la oscuridad de un lado a otro. Mira el mar sin ver nada. Los pobladores de las casuchas destartaladas, todos, dormirán hasta el alba. Mañana la imaginación popular tejerá historias desorbitadas.
Orlando Barone
p/d: Imagen de portada: «Punta del Diablo», Departamento de Rocha, R. O. del Uruguay
- «Acción«: titulada «Acción, en defensa del cooperativismo y del país» es una publicación del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos (IMFC), fundada el 1º de abril de 1966. Se accede por suscripción. El IMFC es una cooperativa de segundo grado y cuenta entre sus asociadas al Banco Credicoop, Cabal, Segurcoop, Red Cooperativa de Comunicaciones y Residencias Cooperativas de Turismo, entre otras. El IMFC creó el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, situado en Avenida Corrientes 1543, Buenos Aires, que desarrolla una intensa actividad artística y de investigación en ciencias sociales. ↩︎
- Breve reseña del B.I.C. «Banco Institucional Cooperativo Limitado»: fue fundado el 16/09/1977 tras el dictado de un decreto ley sobre el funcionamiento de las entidades financieras que obligaba a la fusión de la pequeñas cooperativas y cajas de crédito, un grupo de cajas de crédito cooperativas del interior de la provincia se agrupaban dando origen al Banco Institucional Cooperativo Limitado (B.I.C.) que comenzó a operar a pleno en 1979. El BIC, se integró con cajas de crédito locales de Concepción del Uruguay, Viale, Urdinarrain, Santa Elena, Diamante, Nogoyá y Maciá que se transformaban en filiales del banco. El 16 de septiembre de 1977 la asamblea de la institución designó al primer presidente del directorio, Lorenzo Gaggino, representante de la Caja de Créditos Uruguay Cooperativa Limitada. En la década de 1990, en el proceso de privatización bancaria, se fusiona en el Banco de Entre Ríos. (Fuente: Archivo General de Entre Ríos) ↩︎
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