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Cuentacuentos

Recopilación de cuentos que fueron publicados en secciones culturales de varios diarios y revistas y que coleccioné durante más de 10 años.

De mi bastón salen jingles – Alberto Laiseca

En una calle de Monitoria, Tecnocracia Central, se encontraron el Maestro y el discípulo. Dijo este último:
—Estoy deprimido.
—¿Por?
—El editor me rebotó Ruido de megatones en la terraza, mi última novela. Así pues si usted me disculpa, Maestro, voy a poner un disquito para levantarme el ánimo.

No bien pronunció estas palabras, Coquito introdujo una diminuta placa discográfica de cuatro centímetros en la punta de su bastón de fresno. El mencionado poseía en su vértice más grueso una púa y un diminuto pick up, ambos cubiertos por una cúpula de plástico protector. Lo interesante del invento era que emitía en bandas inaudibles para el oído común. Como funcionaba a nivel subliminal, actuando sobre el inconsciente, su efecto resultaba devastador. Era necesario ser ocultista como ellos para percatarse.

Del aparato salió una voz imposible, chillona, grotesca:
“Tú eres el mejor
yate publicarán
ya vendrá la buena
tu eres el geniaaal..”

—Bien, basta. Suficiente. Ánimo levantado— dijo Coquito y apagó el aparato. El otro, Maestro de alta jerarquía, podía escuchar lo que para las personas comunes estaba vedado. Sonrió ante el invento de su discípulo. Ambos pertenecían a una Sociedad Esotérica de sólo tres miembros, a la cual habían puesto el nombre megalómano de Sociedad de los Setenta Guerreros. Es probable que tal denominación tuviese fines invocatorios. Según decían, quizá en esa forma lograsen aumentar su reducido número. Eran tres, como se dijo: Coco el Maestro, Coquito el discípulo, y una tercer persona nebulosa e inaccesible -a quien sólo el Maestro podía visitar- llamada Super Coco, o Super a secas. Estaban enemistados con otra Sociedad de ocultistas denominada El Círculo Caucasiano de las Treinta y Tres Tizas. Este sí que era una agrupación poderosa: una multitud de cuatro, por lo menos. Se combatían día y noche con una industria digna de mejor causa. No les quedaba tiempo -tanto a unos como a otros- más que para sus luchas. Así pues, por lo general, las sociedades Esotéricas sólo sirven para combatir entre sí.

No me vayas a extrañar – Susana Silvestre

El sombrero del hombre está sobre la alacena. Es una mañana límpida. La mujer saldrá en u rato para la casa de la hija mayor, la menor está de guardia en el hospital, la del medio está peleada con la madre, es decir con la mujer, así quee imposible que venga de visita; el hijo no está peleado con nadie pero los visitó ayer. En consecuencia, como hoy no habrá visitas, la mujer está en cierto modo satisfecha porque nadie vendrá a hacer mugre -y al mismo tiempo perturbada. Se pasea por la casa preguntándose si debe ir o no. Opina que lo que corresponde, después de tantos sufrimientos, es que vengan ellos, y especialmente tratándose de la mayor que es la que más sufrimientos les debe. Y menos mal que él -que ahora hace que duerme de cara a la pared- se corrigió y entiende. Entiende que debe usar los patines, ayudarla a baldear el porch, hacerle las compras y la comida, y no quedarse sentado tomando café y escuchando discos, siempre los mismos. No soporta la música, que la deje en paz, al menos eso se merece. El comprendió que si ella se queja es por alguna razón. Como cuando el sombrero. El ya está grandecito para andar escondiendo que es pelado. Sin contar con que en Buenos Aires ya nadie usa sombrero. Y de todas formas esas no son razones que le importen a ella. A ella se le quema el motor de la enceradora una vez al año, no va a ser por falta de uso. Así que el sombrero se queda arriba de la alacena, de vista, Porque la cabeza despide grasitud. Y la grasitud se acumula en el sombrero. Y con el método que él tiene para limpiarlo, la casa se impregna de olor a solvente. Y en cuanto a la ralea esa con la que él juega a las bochas, basta, bien lejos de ella.

La señora Luisa contra el tiempo – Ana María Shúa

A las seis de la tarde la señora Luisa estaba otra vez en su casa con los zapatos nuevos. Estaba contenta. En la fábrica había muchos modelos para elegir y los precios eran bajos. Entonces sonó el teléfono. Su marido la llamaba desde el sanatorio. Estaba llorando.

La señora Luisa dejó la cartera sobre la mesa pero no se sacó el tapado. Unas cuantas gotas de pis se le escaparon antes de llegar al baño. Sintió, al orinar, un cierto grado de alivio físico. Salió de su casa sin cambiarse.

En el taxi trató de hacer algunas deducciones a partir de la escasa información que había recibido. Su marido le había pedido que fuera enseguida. Estaba llorando. Imaginó diversas complicaciones posibles que excluyeran la muerte y justificaran el llanto. Un infarto, por ejemplo. Su hijo en terapia intensiva: su marido llorando. Una mala noticia, por ejemplo. Su hijo no volvería a caminar: su marido llorando. Se preguntó si en este último caso sería preferible, para su hijo, la muerte.

Cuando vio el cadáver supo que no era posible preferir la muerte. Le habían atado un tubo de goma muy fino alrededor de la cabeza para sostenerle la mandíbula, como si le dolieran las muelas. Pero las muelas no le dolían porque estaba muerto. En la habitación había olor a muerto. El cuerpo que estaba sobre la cama, usando el pijama nuevo de su hijo, tenía el color de los muertos. Había sido un hombre grande y ahora parecía, además, muy pesado. Quiso sostenerle la mano pero no pudo resistir tanto peso, tanto frío. La soltó con asco. Una mano muerta.