El sombrero del hombre está sobre la alacena. Es una mañana límpida. La mujer saldrá en u rato para la casa de la hija mayor, la menor está de guardia en el hospital, la del medio está peleada con la madre, es decir con la mujer, así quee imposible que venga de visita; el hijo no está peleado con nadie pero los visitó ayer. En consecuencia, como hoy no habrá visitas, la mujer está en cierto modo satisfecha porque nadie vendrá a hacer mugre -y al mismo tiempo perturbada. Se pasea por la casa preguntándose si debe ir o no. Opina que lo que corresponde, después de tantos sufrimientos, es que vengan ellos, y especialmente tratándose de la mayor que es la que más sufrimientos les debe. Y menos mal que él -que ahora hace que duerme de cara a la pared- se corrigió y entiende. Entiende que debe usar los patines, ayudarla a baldear el porch, hacerle las compras y la comida, y no quedarse sentado tomando café y escuchando discos, siempre los mismos. No soporta la música, que la deje en paz, al menos eso se merece. El comprendió que si ella se queja es por alguna razón. Como cuando el sombrero. El ya está grandecito para andar escondiendo que es pelado. Sin contar con que en Buenos Aires ya nadie usa sombrero. Y de todas formas esas no son razones que le importen a ella. A ella se le quema el motor de la enceradora una vez al año, no va a ser por falta de uso. Así que el sombrero se queda arriba de la alacena, de vista, Porque la cabeza despide grasitud. Y la grasitud se acumula en el sombrero. Y con el método que él tiene para limpiarlo, la casa se impregna de olor a solvente. Y en cuanto a la ralea esa con la que él juega a las bochas, basta, bien lejos de ella.
El puede ir a El diluvio si quiere, a enmugrarse hasta el alma, pero cuando vuelve deja afuera la compañía y las alpargatas. Él, no sólo ha comprendido, sino que además ha tomado precauciones. Por ejemplo, cuando acababan de instalarles el teléfono estuvo tentado de dar el número a todos los miembros de El diluvio, no lo hizo; ellos que conocen a la mujer, tampoco lo pidieron. Se los fue pidiendo después, de auno y aclarando que para alguna emergencia.
La mujer deja de pasearse y decide que sí, que irá a la casa de la hija mayor a pesar de tener suficientes razones para no hacerlo. Entra en la pieza.
—Y ahora no hagas mugre vos —dice y se despide.
El hombre se queda solo. Son las ocho y diez de la mañana. Lo sorprende el silencio. Sabe que los hijos no van a llamar, porque excepto la del medio, todos saben que hoy, ella, iba a la casa de la mayor. Seguramente la llamarán allá. Se cubre con las sábanas y se da vuelta cara a la pared. En la calle se ensancha el domingo. Mientras él se cubre los demás se levantan y seguramente empiezan la tarea de ensuciar sus casas con visitas, comidas y sombreros.
Son cerca de las nueve cuando se sienta en la cama, manotea el reloj y acomoda la alarma en las seis de la tarde. Se levanta y va a la cocina en calzoncillos, saca del cajón un cepillo y retira el sombrero de arriba de la alacena, lo lustra. Apenas si ha alcanzado a calzárselo cuando suena el teléfono.
—Qué hacés, Pascualito. Sí, ya se fue. Bueno.
Corta y se mira en el espejo ovalado, ladea el ala y desarruga la cinta de terciopelo, vuelve a sonar el teléfono.
—¿Y a vos quién te avisó? No, faltaba más, pibe. Traé vino y unos maníes, si querés.
En la casa de enfrente, Aldo, cuyo intento de llamado coincidió con los otros dos, se asoma a la vereda; confirma que la mañana es espléndida y que, efectivamente, tras la ventana, el hombre está hablando por teléfono. Ve también que y todavía está en calzoncillos; decide ir a buscar al Rengo y de paso comprar unas longanizas de campo. Cuando Aldo llega a la esquina el hombre ha atendido dos nuevos llamados. Se trae café de la cocina y se dispone a tomarlo en el sillón del living. Da un toque con dos dedos al sombrero y desparrama sobre el piso una pila de discos, elige para empezar a Fiorentino, en segundo término Azucena Maizani y después Angelito Vargas; al Zorzal lo deja para broche de oro. Acciona el automático, comprueba que caiga sólo un disco y vuelve al sillón. Suena la voz del Tano, suena también el teléfono: uno que para comunicarse tuvo que ir a hacer la cola al público del mercado.
Ya bañado da vuelta todos los discos y prepara otra pila. Va a la pieza y de la parte más alta del ropero, de atrás de las frazadas, saca un traje, se viste sonriéndole torcidamente al espejo, perdida la atención en las imágenes que vienen rodando por la pendiente de siempre. La reconoce, es el paño de billar de la terminal de la 10. Después es la cinta alargada por la que corre una yegua, Cascabel se llama, y le acaba de hacer ganar diez pesos en Palermo. El vestido de la muchacha que ha sacado a bailar es verde. Se inclina ante el espejo y consigue atraparle la cintura, ella se ríe y esconde la cara, al fin encuentra con la mejilla su mejilla, y empiezan con un corte. En el living la púa se atasca en un surco. La muchacha desaparece. Como si fuera de agua, como si fuera de viento. Dos toques al sombrero.
Es casi mediodía cuando entra Aldo, que además de las longanizas trae un frasco de aceitunas, ajíes en vinagre, queso de chancho, pan y vino.
El Rengo, que lo acompaña, aporta un matambre. A las doce en punto hace su entrada Pascualito que trae el lechón envuelto en papel de estraza.
El pibe, como buen colado, no trae nada. Ya empezaron a comer cuando llega Andrés con una damajuana de vino tinto.
—Nunca lo había visto vestido así -dice admirado.
Andrés es casi tan joven como el pibe. El pibe come apenas, está esperando el momento adecuado para invitar al hombre a conocer la nueva cancha de bochas. El Rengo golpea con la tapa de palo:
—Con la porquería de música que ponen ustedes en la cancha nueva —rezonga.
—Sí, pibe —dice el hombre-, un día de estos vamos a ir con Pascualito.
Ya terminan de comer y prenden sus cigarrillos. Menos el Rengo, todos estiran las piernas por debajo de la mesa y exhalan el humo hacia el cielorraso. Los ceniceros desbordan. Aldo se lamenta por no haber traído la guitarra; nadie hace caso porque Aldo vive enfrente, o sea que si la guitarra existiera, no tendría más que cruzar.
—No sé si los muchachos saben —dice un poco trabado, y mira de reojo a Andrés y al pibe- que antes de agarrar la brocha gorda, yo -. Y se calla, y saca del bolsillo un carné de SADAIC. El carné, con el retrato de Aldo, va pasando de mano en mano, después vuelve al bolsillo de su dueño.
Con respecto a la guitarra corren versiones contradictorias. Pudo haber quedado en el viejo puerto de La Paz, entre las mariposas de Concepción; en los naranjales de Itatí; en Paso de la Patria o en la costanera de la orgullosa San Juan de Vera de las Siete Corrientes. De todos modos, Aldo declara que ahora le gusta el tango. El hombre se dispone a preparar café en la cacerola grande, la del puchero. Los otros amontonan los platos encima de la mesada,
—¡Oia¡—dice Pascualito, ahora que me acuerdo esta cocina la hice yo.
—Como no, sí señor —dice el hombre- fue cuando yo estaba de peón en la S.I.L., de ahí me traje el hidrobronce.
—Me parece que no —dice Pascualito- estábamos de choferes en la 10. Escolazos como esos no vi nunca.
—Eso fue después, si no de dónde saqué el hidrobronce.
—Te lo trajiste y lo guardaste.
—Puede ser, a veces se me confunden las fechas, últimamente. Lo del interno 21, ¿cuándo fue?
—¡Me cago en Dios! —dice Pascualito— qué coche, adornos por todos lados. E informa a los demás que en el año 53 se habían comprado la cuarta parte de un Mercedes Benz, lo pidieron en préstamo a los dueños de las 3/4 partes restantes y se fueron al casino de Mar del Plata. Y ahí se acabó su breve historia de propietarios.
Por una cabeza todas las locuras, canturrea Pascualito y tira sobre la mesa una baraja. Están buscando los reyes. Va transcurriendo la tarde, la mesa está colmada de pocillos, ceniceros, copitas, vasos y monedas de cincuenta centavos. El piso de la cocina está sucio y como, además, el hombre ha ido reiteradas veces al living, con manifiesto desprecio por los patines, a reponer los discos y a bailar con la muchacha, la casa está sembrada hasta la puerta de innumerables huellas de huevo duro.
En cualquier momento entrará su mujer.
Dos toques en el sombrero y sus ojos quedan ocultos bajo el ala.
—Echale la falta, Pascualito —dice.
—Falta envido—canta Pascualito. Suena el despertador, se sorprenden todos, el hombre se agita apenas y canta.
—Veintisiete.
—Son buenas —El Rengo y Aldo.
—En el ojo -Andrés y el pibe.
El hombre muestra sus cartas y le echa una ojeada al balde que está detrás de la puerta, por suerte, adentro está la botella de detergente.
Zaino, viejo, Zaino, canta Rivero, son cincuenta carnavales. Los de] tango, porque los del hom- bre son muchos más. Está tratando de explicárselo a la muchacha que ha venido a instalarse en el centro de la mesa, entre los naipes y las monedas.
—Hay que irse —dice y la muchacha obedece. Como si fuera de aire, como si fuera de viento, como de suspiros. Obedecen también los demás y Pascualito va al fondo, comprueba que hayan salido, y entra con una escoba.
—Me quedo a ayudarte.
—No —dice el hombre, le quita la escoba y lo acompaña hasta la puerta.
Baja la tapa del tocadiscos, vuelve a la cocina. Se quita el sombrero y lo deja encima de la alacena, de vista.

Susana Silvestre, especial para «Acción», primera quincena, noviembre de 1987
Susana Silvestre (San Justo, Buenos Aires, 11 de noviembre de 1950-2 de marzo de 2008) fue una escritora argentina. Fue autora de los relatos El espectáculo del mundo (1983) que recibió el premio Roberto Arlt otorgado por la Municipalidad de Comodoro Rivadavia en 1982. Por su obra Los humos de Clitemnestra fue premiada con mención del Fondo Nacional de las Artes en 1994. En el Bienio 1990-1991 recibió el premio Municipal.
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