Durante más de cuarenta años, mi padre supo tener un taller de fabricación y reparación de acumuladores -baterías para automotores. He contado en este mismo blog una historia relativa a dicha actividad, leer aquí.
Uno de los proveedores del taller, era la empresa y fábrica de placas y baterías «Villa«, localizada en la ciudad de Larroque, departamento Gualeguaychú, Entre Ríos, propiedad de una familia de apellido De Miguel. Hoy, la empresa se llama «Fademi S. A.«, que supongo debe ser un apócope recursivo de «Fábrica de Acumuladores DE MIguel», se me ocurre… dato a confirmar.
Cierta vez, mi padre necesitaba con urgencia dicho insumo por lo que no podíamos esperar que venga el camión con la entrega. Fue así que decidieron con mi madre hacer un viaje en automóvil para ir a buscar la mercadería y, de paso, conocer el pueblo. Tendría por entonces unos 14 años o poco más. Al llegar, mientras mis padres fueron al encuentro de don Alberto De Miguel, me dispuse a pasear por las inmediaciones.
Al lado de la fábrica, había una construcción antigua que me llamó la atención porque parecía un castillo. Me detuve para verla más en detalle y, mientras arrimaba mi rostro a la reja, tanteaba el portón que parecía abierto, sin llave. Una señora, sentada en el porche de la casa contigua, seguía mis pasos desde que había bajado del auto. Yo lo sabía. Cuando notó que estaba intentando abrir el portón se paró de su sillón y se acercó con premura. La miré un tanto asustado, preocupado por el reto que pensé que sobrevendría, pero enseguida me sonrió para tranquilizarme y me preguntó si quería conocer el lugar, agregando que era la antigua usina de la ciudad. Asentí meneando la cabeza, devolviendo la sonrisa. Ese fue el comienzo de un paseo que aún hoy, más de 40 años después, siento agradable y cariñoso, incunable.
Años más tarde, cuando comencé a estudiar el Profesorado de Castellano, Literatura y Latín, supe que aquella menuda, simpática y cariñosa personita, la misma que me había paseado por la vieja usina de Larroque mientras me contaba su historia, había sido, nada más y nada menos, que María Esther de Miguel [biografía]. Todo cobró otro sentido porque ese fue el puntapié por el que el misterio comenzó a carcomer mis escritos, aquel paseo de la mano con ella por la antigua casona fue el culpable.
Ayudando a la viuda
Esto sucedió hace mucho tiempo. Éramos jóvenes, vivarachos y estábamos en verano. Las vacaciones nos habían reunido en aquella vieja estancia y la cercanía del monte invitaba a la aventura. En uno de los consabidos asados nocturnos en que los grandes se dedicaban al vino y a las historias lugareñas y los chicos a mortificar concienzudamente a los perros, alguien habló del puma, merodeador. Nosotros sentimos la implícita invitación para una hazaña que podíamos protagonizar.
Don Pablo, el dueño de casa, era alto de estatura, alegre de genio y dueño de una nutrida barba: si la naturaleza te provee de pelos, no será para que te los arranques, decía siempre. Pero aquella noche dijo:
—El maldito hizo una carnicería con las gallinas cluecas del plantel de las Sussex. Una barbaridad.
—Que importancia tienen las Sussex: El peligro está en que pueda atacar a los niños. La semana pasada lo vio uno de los peones —dijo su mujer, dama encantadora—. Es un animal que está cebado y le ha perdido el miedo a las casas.
Por “las casas” entendía el hermoso casco, antiguo y sólido, al cual generaciones de López Pardal habían ido agregando construcciones, árboles y muebles. Alrededor de la casona. principal se levantaban diversas edificaciones de variado calibre utilizadas como vivienda de los peones o para faenas atinentes a la explotación. Después de las casas se extendían hectáreas y hectáreas de campo limpio, hacia el sur; de ceñida maraña montielera hacia el norte y el río. Allí estaba, entre árboles centenarios y lujuriosas enredaderas, el puma.
—Flor de lío va a, ser encontrarlo —dijo Joaquín, el hijo de don Pablo, amigo por quien allí estaba en esas vacaciones.
Visiblemente afianzada nuestra decisión de salir a cazarlo, fraguamos la partida los dos, Joaquín y yo, junto a Ricardo Aroles, un amigo arquitecto que durante el año trajina entre cátedras y planos y en las vacaciones se convierte en un Marco Polo del siglo XX.
Con el último vino y la entrada del alba, lo decidimos; saldríamos en la madrugada del día siguiente, lunes.
—Ya se ha hecho tarde —apuntó don Pablo—. La partida no deja de tener sus riesgos y es necesario que salgan descansados y sin tanto vinacho encima. Mañana domingo a descansar —señaló su mujer—. Y el cuero del puma, para una alfombra en mi cuarto.
—Por supuesto— aceptó Aroles, que ya había estado haciendo fantasías con que un diente (o quizás, una uña, no estaba muy seguro) se lo ofrecería a la señora para un broche por él diseñado.
Ese día, nos llegaron noticias de nuevas depredaciones, por lo cual la situación permanecía a la altura de las personales expectativas. El alba del lunes nos encontró, de pie, con esa nerviosidad propia de quienes no acostumbran a madrugar, en la gran cocina. Algunas estrellas extenuadas sobrevivían en el cielo, del campo llegaban esos confusos rumores que preceden al amanecer, el último silencio lo aventó el coche que nos aproximaría hasta las primeras estribaciones del monte. En el monte estaríamos solos. Con nuestras armas.
La partida, por orden del patrón, la dirigiría el capataz. Se apellidaba Martínez; su nombre era Silvestre. Lo vimos, alto y fornido, la cara empedrada de arrugas nacidas, más que de los años, de la intemperie, propenso al medio tono y a la parquedad. Mientras trajinábamos con el mate y el café, comunicó que de la partida serían dos peones más. Seguridades que quería el patrón, dijo. Y no escondió su desagrado por la tardanza de los hombres. Su mirada imprecisa iba hacia afuera y arriba. Además de los peones, algo buscaba. ¿Qué? ¿Rastros de tormenta? No, contestó. Pero algo en su voz me recordó a mí, que soy médico, los subterfugios que utilizo para no asustar a un paciente.
Al fin llegó un tal Martín: era uruguayo, de mediana edad, sucinto de físico, con unos ojos pequeños (me parecieron de pequinés) algo furtivo en la mirada y una sonrisa que de sonrisa no tenía mu- cho, y que me llamó la atención.
Pero al Martín la atención se la llamó el otro, el capataz: que qué horas eran esas para llegar, si no recordaba el compromiso, que eso les pasaba por andar los domingos de farra.
—¿Y Sánchez? —preguntó en seguida, como advirtiendo que nada solucionaba con la presencia de él si faltaba el otro.
Martín contestó que si había llegado tarde era porque lo había ido a buscar. Pero nadie me contestó, aclaró.
La espera se estaba haciendo larga, la aventura en suspenso nos irritaba, el arquitecto espiaba la salida del sol para comenzar con las fotos: quería documentar la aventura. Pero el capataz se reía, necesitaba del otro hombre. Sin duda, los porteños no lo convencían como para poder con ellos solos hacer la faena (la faena de matar al puma). Y tuvo suerte el capataz, porque alguien apareció.
Vimos una desdibujada figura laborando con aperos y caballos:
—Es el Pancho —dijo Joaquín y el capataz lo llamó.
Cuando se acercó, miramos su cara, bastante pálida, el lento bambolear del cuerpo, los ojos de aire carenciado, y una pinta a la que supusimos no era ajena el alcohol. Flor de borrachera se habrá pescado éste, pensé. Pero el capataz, como si aún ese, único a mano, le podía servir más que nosotros, le dijo:
—Vení.—Y a nosotros nos explicó-: el aire lo va a despabilar.
Con la guarnición autóctona, subimos a la camioneta, De refilón alcancé a mirar los ambiguos gestos del hombre y los labios apretados, como con miedo de que por ellos se les escapara un secreto.
Subieron atrás y no los vi más; aunque sí alcancé a escuchar retazos de un diálogo que me alertó:
— Voy por mi cuchillo —dijo el Pancho a Martín que lo tenía en su cintura, como el capataz .
Pero el Martín como no dando importancia al asunto, le tendió uno que el otro tomó con un gesto en el cual yo, más que la sorpresa, y otra vez de refilón, creí descubrir algo así como miedo.
—¿Dónde lo encontraste? preguntó.
—Donde lo dejaste. O donde lo perdiste— oyó el otro y oí yo.
—¿Y…?- preguntó el Pancho.
—Tiesito estaba, nomás.
—¿Y ahora?- dijo el Pancho.
—Vos sabrás, pues— oyó el Pancho y yo también.
El coche arrancó, el campo se abrió ante nosotros y aunque el mugido de las reses y la algarabía de los pájaros saludaban nuestro paso, hasta mí sólo llegaban ecos de aquél diálogo seco y taciturno que se me había hecho como duelo de invisibles cuchillos, en tanto el capataz, con amplio espíritu docente y pese a su natural parquedad, empeñado en nuestra instrucción montaraz, nos hablaba de las costumbres del bosque, de los peligros de la caza, de las tácticas a seguir.
—Lindo va a ser llevarle a la señora la piel del puma —murmuró más de una vez el arquitecto devenido transitorio cazador. Era lo único en lo que pensaba. Yo también pensaba sólo en na cosa: en el Pancho.
A la entrada del monte dejamos la camioneta, tomamos de nuestras cantimploras más café, alguno encendió un pucho, iniciamos la rastrillada.
Nos habían dicho que las huellas -seguidas por los peones del día anterior— llevaban para el lado del río donde, presumiblemente cerca de unos altos barrancones, estaba la madriguera. Para ese lado desplegamos los pasos, nos abrimos en abanico, inventamos consignas para el reencuentro, el tiempo comenzó a correr junto con nuestros pasos que se sucedían primero con aprensión, después con más confianza, por momentos entre oscurecida maraña, en otros sobre retazos desnudos de vegetación pero no de zozobras. Pasaron las horas, nos reunimos para comer algo, compartimos datos, intuimos la cercanía del animal.
Preparamos entonces la gran ofensiva, que era bastante rudimentaria y quizás hubiera sido desaprobado por un código exigente de cazadores. Pero nosotros simplemente queríamos acabar con ese bicharraco atrevido que se inmiscuía en la estancia de los López Pardal y llevar a la señora el trofeo prometido.
¿En qué consistía la ofensiva que he llamado mayor? Muy simple; detectado el habitat del animal, ubicamos una oveja que, con sus balidos, atraería al puma.
Todo preparado, nos dispusimos a aguardar en puntos estratégicos. La oveja balaba, nosotros esperábamos, en silencio y expectantes. Pero entonces comenzó a llover: era la respuesta a la madrugadora mirada del capataz.
Al primer chaparrón nuestra entereza flaqueó, aunque nadie dijo nada: si no podíamos presumir de valientes, tampoco nos resignábamos a declararnos cobardes. Vino en nuestra ayuda Joaquín: había que resguardarse, los dos peones seguirían el control. Bajo un aguaribay y al fuego que encendió el capataz no bien el agua lo permitió, esperamos.
Advierto que, a esa altura del día y en medio del neblinoso estado en que flotaba, empeño no me había faltado para seguir estudiando a Martín y al Pancho, el cazador de la undécima hora. Algo en ellos, sin llegar a atemorizarme, me mantenía alerta: un no sé qué prendido a la legañosa mirada perruna del Pancho, al crujido sordo de la risa de Martín; quizá la sensación de que ambos usaban una naturalidad harto dudosa frente a la tosca del capataz, por ejemplo.
Se había puesto muy oscuro. Alguna rápida incursión del capataz aseguró que todo marchaba bien: los dos hombres seguían en sus puestos, cerca del río y del cebo. De pronto, todo se precipitó: los balidos de la oveja, el rugido del animal, dos tiros y uno más, el grito de un hombre. Después, silencio. Pero ya nos habíamos precipitado los cuatro para ver lo que vimos: el enorme animal, puma, tigre o lo que fuera, en el suelo, desangrándose, Martín enfundando su arma, la oveja temblando a más y mejor.
—¿Y el Pancho?- pregunté yo y preguntó el capataz.
—Una desgracia, don Martínez. El tigre arremetió, el Pancho calculó mal y se desbarrancó en el río.
Y el río allí era un puro remolino. Inútil fue que pasaramos horas buscándolo.
¿Para qué detallar las peripecias del regreso? La lluvia caída había sido mucha, la camioneta se atascó más de una vez, la desaparición del Pancho nos traía a mal traer, todos nos sentíamos con la dignidad disminuida. La pericia del capataz y la buena suerte nos depositó, después de largas horas, en las casas. Allí nos aguardaba la impaciencia angustiada de don Pablo, las lágrimas de su mujer, la exaltación de sabernos con vida. Y la policía. Creo que todos pensaron lo que pensé yo: ¿cómo saben la desaparición del Pancho?
Pero la policía no había venido por él. Había venido por Sánchez, el peón que no había sido de la partida por su tardanza. Lo habían encontrado en su casa, tieso en el catre, dijo el agente, con una herida que lo atravesaba de lado a lado.
Al arma no la encontraron. La policía preguntó, por supuesto: para eso había venido. Pero nadie sabía nada. Ni el Martín.
—Yo llamé y llamé, pero nadie me contestó- aseguró muchas veces. Como para hacerlo, si ya estaba muerto.
—¿Y el Pancho? —preguntó don Pablo, advirtiendo su ausencia.
—Una desgracia, patrón—dijo el capataz. Y lo confirmamos todos.
Tieso: yo no pude olvidar la palabrita. Y porque no pude, después de algunos años volví a la estancia, en otras vacaciones. Pregunté por Martín. Ahora está de puestero, lejos de la estancia, me dijeron.
Un día di con él. Porque lo busqué, claro. Una copa para celebrar el encuentro, le dije, y lo llevé al boliche. Y aunque no se lo dije, lo pensé: y otra y otra para confrontar las licencias de mi fantasía con la verdad que, sospechaba, el invitado debía conocer.
La tarea no fue ardua. Al hombre le quedaba grande el secreto y yo—o el alcohol—lo ayudamos a liberarse de una carga muy pesada.
Le pregunté, como quien no quiere la cosa:
—Usted, aquella mañana, vio al muerto, al Martín, ¿no?
Me dijo que sí. Y como aquella vez, a otro, explicó: tiesito estaba, doctor.
—Y usted conoció el cuchillo que lo atravesaba de lado a lado—agregué repitiendo casi exactamente las palabras del policía, para decir, como al descuido
—¿Era del Pancho, no?
—Ajá —me contestó.
—Y dígame ¿por qué se lo sacó al muerto y se lo devolvió al asesino? —pregunté con tono recriminatorio.
Vació el vaso de caña, miró hacia el horizonte, murmuró:
—Porque seré lo que soy pero a un cumpa no lo entrego.
Yo pregunté:
—¿Y lo demás?
Y él me dijo:
—Y… fue lo mejor, doctor. El Pancho era una bala perdida y la Flora sería una perdida también, pero lo hacía por los hijos.
—¿La Flora? Sí, la mujer del Pancho. A los hijos hay que darles de comer, don.
Todos la ayudábamos en eso. En ocasiones supe ser yo. Á veces, el capataz. Para esa época, era Sánchez: por eso se trenzaron aquella noche. Y por eso yo,en el monte, primero le apunté al y después al puma. Porque era mejor así ¿me entiende?
Difícil ponerse a la altura de su razonamiento. Y más difícil, decírselo. Ni lo intenté. Pero escuché su final.
—La Flora tuvo el seguro: había sido accidente de trabajo y el patrón hizo el tramiterío. Hoy día, usté viera, la Flora se queda en la casa, ya no anda buscando guerra.
Empinó otra vez la Copa y poniendo sus ojitos de pequinés por primera vez en los míos, agregó:
—Si gusta alguna tarde de estas arrimarse a la casa de la Flora, será bien recibido. Yo ahora estoy instalado allí, ayudándole a la viuda.
María Esther de Miguel, especial para «Acción», segunda quincena, octubre de 1987

María Esther de Miguel (1 de noviembre de 1925, Larroque, provincia de Entre Ríos – Buenos Aires, 27 de julio de 2003) fue una reconocida escritora argentina.
Biografía completa en Wikipedia.
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