Uno de mi proyectos literarios -ya terminado pero aún sin publicación- es «Localidades». Se trata de un libro de cuentos de historias y leyendas, de personas y de parajes imaginarios. Lo que ocurre en cada uno de ellos bien podría suceder en cualquier zona del país, incluso del mundo, ya que, en más de una ocasión, los hechos se repiten, son copias, derivaciones o causas comunes a la condición humana.
Cabe aclarar que Villa Labouyé, no existe y cualquier parecido con alguna ciudad es pura coincidencia, lo mismo sucede con la propia historia y con los personajes que integran el relato: son ficticios.
Villa Labouyé (versión abreviada)
Villa Labouyé es un tranquilo pueblo taciturno ubicado en la ribera del río Azulejo cuya población vive en la actualidad del turismo. Otrora supo ser un importante puerto comercial por donde salían con destino a Buenos Aires miles de toneladas de cal provenientes de una cantera localizada a pocos kilómetros de allí.
La villa se creó a partir de la radicación de empleados y obreros portuarios y caleros que fueron haciendo sus propiedades en las inmediaciones, al principio de madera y luego de materiales. En 1910 la mina se agotó, el puerto dejó de funcionar y comenzó la inevitable migración de los pobladores hacia otros centros urbanos.
La figura más importante del lugar fue Don Felipe Labouyé, propietario de la gran mayoría de las viviendas y comercios que existían. La familia de Don Felipe estaba constituida por Deolinda Delacroix, su esposa; Natalio, su primogénito y Aída, su hija. Vivían con ellos, una mucama y cocinera llamada Alejandrina y un encargado del mantenimiento de la propiedad llamado Andrés.
La historia cuenta que Don Felipe, al ver la decadencia y el abandono que estaba sufriendo el pueblo como consecuencia de la migración, comenzó a regalar sus casas y comercios a conocidos y amigos con la condición de que se queden a vivir allí. Los que aceptaron y sus descendientes, sumados a otros que llegaron años más tarde, conformaron la primera población de lo que se dio en llamar Villa Labouyé; antes se denominaba Puerto Calera.
Uno de los tantos edificios que donó Don Felipe fue la escuela primaria. Tomó tres propiedades existentes, dos viviendas y un comercio, y los convirtió en cuatro aulas pequeñas, un salón de actos y una oficina para el director donde puso a funcionar además el correo postal.
Al ser propiedades diferentes, las reparticiones estaban separadas unas de otras por varios metros de distancia. Para unirlas, construyeron senderos de madera techados con paja y cercados con empalizadas de cachetes de eucaliptos en uno de sus lados de modo que proteja el transitar durante los días de lluvia, del calor estival o de las heladas en lo fríos inviernos.
Deolinda se hizo cargo de la primera dirección de la escuela, de acercar a los hijos de los pobladores a estudiar y de traer maestros de localidades vecinas. Por su parte, Natalio comenzó a trazar lo que hoy es el maravilloso balneario de Labouyé al que asisten cada año miles de turistas del todo el país. Don Felipe, junto a varios amigos y vecinos, formaron la primera “junta de gobierno” extra oficial que tuvo el pueblo en donde decidían su destino de común acuerdo mediante asambleas. Aída, como aún era pequeña, asistía a la escuela y es la que protagoniza lo que voy a narrar.
Una de las maestras, notaba que todos los días Aída se demoraba en ingresar al aula. En más de una ocasión tuvo que pedirle a una de sus compañeras que la vaya a buscar y la traiga a clases. Ante estos hechos, por demás frecuentes, decidió averiguar por ella misma para ver qué pasaba, qué hacía, qué la demoraba tanto.
Cierto día, luego de ver que no venía a pesar del campanazo de ingreso a las aulas, comenzó a buscarla. La halló recorriendo aquel sendero de madera que comunicaba los edificios. La pequeña iba y venía una y otra vez por allí con paso lento y cansino, acentuando las pisadas, mirando hacia abajo, prestando atención al sonido quejoso y penetrante que producía el crujir de los clavos refregando la madera bajo sus pies. Ahí entendió el porqué de las quejas de otros maestros acerca de un ruido molesto que se escuchaba durante las horas clases.
La llamó por su nombre, pero la niña siguió en lo suyo hasta que desapareció al doblar para el lado de la dirección. La volvió a llamar, ya con un tono más elevado de voz, pero no hubo respuesta. Fue hasta el final del sendero y no la encontró. Siguió un poco más con la intención de contarle a su madre, la directora, pero en el despacho no había nadie.
Había dejado solos a los otros niños por lo que volvió al aula con premura. Cada tanto se asomaba por la ventana para ver si divisaba a Aída, ponía atención a los ruidos agudizando su oído para escuchar el sonido molesto del que todos se quejaban, pero ni una cosa ni la otra, y la niña no aparecía.
Al terminar el horario de clases se dispuso visitar a Don Felipe. Al llegar, la atendió Deolinda quien, con cara de preocupación, le preguntó si no había visto a su hija. Le respondió que no y le contó lo que había sucedido.
Por varios meses el pueblo entero estuvo buscando a Aída. Tanto lugareños como la policía elaboraron todo tipo de hipótesis, desde que se ahogó en el río Azulejo hasta que se perdió en un monte cercano de espinillos; llegaron a decir incluso que la habían secuestrado. Sin embargo, nunca se encontraron rastros que condujeran a una pista certera, fue como si el sendero se la hubiese tragado.
Al igual que el pueblo, la escuela fue cambiando y, con los años, aquel viejo pasillo de madera se transformó en uno de material con pisos de granito por donde circulan los estudiantes y que sirve de acceso a las aulas nuevas edificadas en sus laterales. Al ingresar, una placa de bronce le da nombre dejando para siempre el recuerdo de lo sucedido: “Pasillo de los Pasos Perdidos de Aída”.
Es por ello que los más viejos del lugar dicen que no hay que escuchar los ruidos de tus pies sin mirar hacia adelante porque te puedes perder para siempre; que hay que ver donde se pisa, pero es más importante ver hacia dónde vas.
© 2022 Miguel O. A. Tuyaré – Todos los derechos reservados.
Colaboración a voluntad – No es obligatoria.
(¿por y para qué colaborar? Leer aquí)
Sé el primero en comentar