En esa vastedad inmensa en que somos seres únicos e irrepetibles, con amores y sentimientos, con razones y desazones; en ese mar del alma, del espíritu y del corazón flotan a la deriva todo tipo de inquietudes y certezas.
Conocerse así mismo es un arte universal y a la vez original, primigenio e imperecedero: moriremos pero las obras logradas quedarán vivas eternamente en el recuerdo de quienes nos sucederán, incluso lo no alcanzado, los intentos, las ideas, lo que fuimos, todo quedará. Lograr saber qué somos es un arte ecléctico, un oficio vital e inevitable porque lo hacemos aún sin darnos cuenta. Así es que nos pintamos y retocamos, nos esculpimos y pulimos, nos diseñamos y trazamos, nos escribimos -a veces con sangre- y tachamos, nos borramos o renacemos, componemos los acordes con nuestros pasos disonantes y con esa música propia danzamos por los caminos de la vida hasta el aliento final.
Esos ensayos artísticos determinarán nuestros tropiezos y los buenos momentos, afloran los dones y las falencias, no todos seremos Miguel Ángel ni Da Vinci, no todos seremos un Clapton en potencia o un Pappo Napolitano o un Atahualpa Yupanqui.